lunes, 22 de julio de 2013

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Los negocios seguían funcionando.                

Después del viaje que hice a Valencia, al volver a casa seguía con mi trabajo y también con la preocupación que tenía por el derribo del local en que estábamos trabajando. Mi madre me preguntaba muchas veces que íbamos a hacer cuando tirasen la peluquería. Algunas veces me pedía que fuera con ella para ver locales, pero yo confiaba más en ella en ese tema. ¡Creía que lo iba a hacer mejor que yo! Quería que hicieran mis padres lo mejor para todos. Mientras tanto pasaba el tiempo y ya empezaba la construcción de un edificio en el mismo terreno en que se derribó anteriormente y que fue la casa de mis sueños: el nº 35 y La casa grande nº 37. Pero todavía seguiría en pie la casa colindante que era el nº 39, con los cinco negocios siguientes y entre las cinco industrias estaba nuestra peluquería y los vecinos de la casa. El cartel de la constructora, anunciaba la prolongación de la C/ Alcalá  y el nº seria el 269. Ya no serían Las Ventas, ni la llamarían  Carretera de Aragón. Estaban comenzando la construcción, cuando mis padres pensaron coger sobre plano un local para poder continuar con nuestra clientela. Cogieron un local de setenta y un metros cuadrados, pero no sería la planta baja como hubiéramos querido. Ya habían comprado todo lo de abajo y fué la empresa Simago.

El portal de entrada de la casa era amplio y muy agradable; a la izquierda de los ascensores tenía su casa el que hacía de portero. La casa tenía cuatro plantas. Cogimos un primer piso para la peluquería y en la misma planta lo compró para su clínica un dentista. El segundo piso lo compraron unos maestros y pusieron una escuela privada de estudios secundarios. Todo lo demás eran viviendas. Lo más importante para nosotros, era que estuviera cerca de nuestra peluquería, ¡la que pensaban tirar!, para que cuando eso ocurriera, nuestras clientas estuvieran acostumbradas al cambio cuando llegara el momento del derribo de la que yo trabajaba y así no perder a las clientas de siempre. Cuando cogimos el local, mi padre sobre ese tema nunca quiso intervenir, él nos ayudaba mucho en todo y cuidaba los secadores cuando salía de su trabajo. Había que limpiarlos de vez en cuando, etc.

Mientras se empezaba a construir el edificio, nosotros seguíamos con nuestro trabajo y así podíamos pagar los plazos de la nueva peluquería. Se vendió todo el edificio en poco tiempo. Seguía llamándose “La casa grande” durante un tiempo, por el gran terreno que había.  Los tres hermanos trabajábamos a tope y sin sueldo. Todo lo entregábamos... hasta las propinas. Era para poder pagar lo antes posible al constructor. Yo era la única que cobraba a las clientas. Ese método lo llevé durante el tiempo que estuve al frente de mi pequeña industria. Mi hermana y yo terminábamos los trabajos y las niñas también recibían muchas propinas.                                                                           



  

Apertura del nuevo local

El local se pudo inaugurar en el año 1960. Yo tenía 24 años, mi hermana 22 y el pequeño cumplía los 16 y él ya terminaba los peinados. Estuve en la inauguración del local y contribuí a la decoración de la peluquería, lo hice a ratos y en horas que podía.
Yo continuaba trabajando en la antigua peluquería, era donde más gente teníamos.

Se me olvidaba destacar algo que siempre nos dificultó bastante nuestra labor. Fue en la época en que pusimos la primera peluquería en que yo empecé. El WC lo teníamos subiendo por el portal y el agua se puso pidiendo permiso a la dueña de la casa, que apreciaba mucho a nuestra familia. El fontanero lo pudo hacer por la portería, que estaba pegada a nuestro local. Fue muy fácil, pero el desagüe resultó más difícil, aunque se resolvió muy bien. El fontanero nos lo hizo de modo que el tubo de desagüe traspasó
la pared, que iba dirigido al cuarto donde  teníamos las toallas y preparábamos los tintes. Se puso un pilón de cemento grande que tenía de cabida unos quinientos litros, con una bomba manual para sacar el agua. Había que darle muy a menudo para sacar el agua sucia. El desagüe se resolvió de esa manera. Había que mover de atrás a delante una manivela con fuerza y rápido porque se llenaba cuando teníamos muchas clientas. Si lo hubiéramos puesto eléctrico, era más práctico pero resultaba muy caro y estábamos ahorrando para el siguiente local, así que se hacía a mano.

Cuando podíamos, al entrar al cuarto dábamos a la manivela. Si había mucho trabajo, se llenaba tan rápido que era muy pesado, aunque nos fuimos haciendo a la idea de que había que hacerlo. Era el mejor lugar para el desagüe que daba a la portería. El cuarto donde lavábamos el cabello y teñíamos a nuestras clientas era bastante grande, tanto como el saloncito de la peluquería donde dije en otra ocasión que parecía un escenario por el arco de medio punto, cuando se hizo para juntar las dos habitaciones. Del salón de peluquería al lava cabezas, había que subir un escalón, donde teníamos tres secadores y el lava cabezas. En verano teníamos abierta la puerta del lugar en que me refiero, porque daba al portal de la casa. También teníamos abierta la puerta que daba a la calle, con las cortinas de cáñamo de colores muy graciosas. Cuando había corriente de aire  se estaba muy fresquito. 

Mi intención era que mis hermanos trabajaran en el nuevo local, para que el público se acostumbrara a ellos, porque yo pensaba dejar todo a mis hermanos cuando me casara. Quería dedicarme por entero a la casa y a los hijos, si los tuviera.  Estuve dos años intentando que las clientas subieran al primer piso con mis hermanos, sobre todo cuando se llenaba mi salón, las decía; "-¡Subir arriba que están mis hermanos hay menos gente y es muy bonita!-". Pero no había manera. El público no quería subir a la nueva,
se habían acostumbrado a la de siempre: la comodidad de la planta baja y a mis manos. Le costó a la gente subir a la nueva peluquería, pero poco a poco se fueron acostumbrando. Cuando me marché, para mis hermanos fué todo mucho mejor.
   
   
      
        

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